Levanto la vista y me encuentro frente a un paisaje de Sisley. Recorro con la mirada las calles de Cobh una tarde encapotada de mediados de agosto. Cruzamos la avenida que conduce al muelle. La gente se distrae cotilleando en el mercado, buscando flores, baratijas, óleos, grabados... Una niña pequeña con un vestido amarillo, subida a hombros de su padre, se divierte jugando con sus cabellos rubios. Nos arrimamos a la escollera y contemplamos los añiles y cobrizos destellos del agua. A nuestra espalda queda la catedral, imponente, sombría, nebulosa. Nos vigila desde su enorme chapitel que amenaza con resquebrajar el cielo. Y cruzamos nuestras miradas, la de Asako con la mía, y la mía con sus labios.
Veo mover sus labios. Oigo su voz, sus palabras. La acerco a mí. La murmuro al oído. Puedo escuchar su respiración, su jadeo. Al fondo las pequeñas olas rompiendo en espuma contra el muelle y más allá las voces de R y A que nos avisan. La entrada al restaurante es angosta y sucia, nuestras voces se confunden con las de los otros clientes. Ya no oigo su voz limpia de erratas sino fragmentos de conversaciones, el trajín de los camareros y el rumor bullicioso que llega de los fogones... de allí proviene también un olor rancio a manteca y a stout que nos impregna. Un olor que se mezcla con nuestro propio olor, olor a sal, a mar, a suero de leche y con el aroma del clavo, el eneldo, la jalea, el café y la menta. [...]
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