Ella nunca llevaba vestidos. Acostumbraba a usar, siempre que no trabajaba, ropa cómoda y barata, sin ningún maquillaje, normalmente con el pelo desarreglado, sencillamente recogido.
No era en absoluto timidez lo que la condicionaba a vestir así. Simplemente, era el deseo de pasar desapercibida, de ser confundida con lo que ella consideraba la aburrida gente uniforme. Gente de vida uniforme, con la que se tropezaba a diario camino de sus oficinas cuando ella salía del trabajo. Gente gris, vestida de gris, de espíritu apagado.
Era la seguridad de saberse sexualmente atractiva, lo que la desentendía de hacer alardes con su cuerpo durante el día, dejando a un lado las pinturas de guerra durante sus horas de descanso.
Pero hoy se había puesto un vestido blanco para él. Sin maquillaje, pero con su amplia y descarada sonrisa en los labios. Iba a mostrarse sólo para él, a dejar entreabiertas otras puertas que sólo abría para Alex. Sabiéndose de antemano ganadora, estaba dispuesta a probarle, a dejar que él la rondara, a que se embriagara con el vino, con los aromas de la cena, con sus palabras cargadas de doble sentido, a esperar acechando a que ablandara su gomoso palabreo, su charloteo falso y narcisista.
... Para luego jugar a ser explícita, violenta, desagradable, humillándose a sí misma tanto como pudiera humillarle a él, a El...
Pero dime, ¿tú, Pablo, quieres follarme?