[...] Ebrios del aliento enrarecido de la cantina volvemos a la calle. La niebla nos atrapa. Asachan se repliega en mí buscando el calor de mi cuerpo. Su torso tiembla por culpa de la humedad fría. Apenas avanzamos. En cada esquina nos demoramos y nos extraviamos en abrazos y largas caricias. Primero tranquilas, algo mecánicas, reconociendo viejas sensaciones, estimulando la reacción del cuerpo. Recorro su piel y siento su mudanza. Lo que antes parecía esmalte ahora se vuelve carne, lo que antes era tibieza, ahora es incendio, sudor, se agita, se estremece quien antes permanecía relajada, limpia de caballos. Mis manos merodean por su cintura, quieren perderse por entre los pliegues de su falda. Mis manos y su falda, enmarañada, laberinto de lazos y emboscadas que quiero desanudar y su pelo y el final de su espalda. Y sus manos en mi cara. Y mis dedos en su boca. Y sus manos en mis pantalones, y sus senos y mis manos, y mi sexo y sus manos...
Tengo hambre de ella. Deseo probarla, morderla, disiparla en mi boca, digerirla. Es una fruta fresca, aromática y cálida, un bocado intenso, agrio, profundo, denso, pastoso, envolvente, adictivo... quiero devorarla. Y nos embriagamos...
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