Musil evoca los espacios vacíos en cuyo interior se encuentra la realidad. Su cita me trae a la memoria la imagen de la vieja forja. El taller, apenas un modesto y angosto cobertizo, próximo a la cuadra de mis abuelos, en donde de crío asomaba la cabeza...
Mi curiosidad de niño se perdía en la forja, a riesgo de ser reprendido por jugar con los pesos de las romanas, pero Justo, el romanero, hombre de ojos menudos y manos grandes e hinchadas, me dejaba trastear tranquilo a condición de que no me acercara a la caldera.
Yo imaginaba que todas aquellas pesas, tenazas, mandriles, cuchillas, chapas, tajaderas, no eran sino la armería de algún ejército imposible, mientras Justo se afanaba con el hierro y se recreaba en su manipulación: empezaba por cortarlo con el compás de herrero, después llevaba a la fragua las barras, ya seccionadas, allí las volvía incandescentes, haciendo prender en ellas la magia del fuego, vieja alquimia, luego al yunque con ellas, para someterlas a la percusión del marro y las tajaderas, una y otra vez, y vuelta al fuego, y del fuego al yunque, de nuevo, hasta que forjaba las cuchillas, los cojinetes... Luego soldaba las piezas, las cromaba y las niquelaba, y finalmente con el cincel las embellecía con labras. Por último daba forma al plomo y lo chapeaba con cobre, hasta que quedaban listos los pilones y los contrapesos...
Sobre una alacena, colgaba enmarcada una fotografía en blanco y negro de quienes imagino eran sus hijos junto a una bicicleta, una vieja Orbea, casi más grande que ellos. La bicicleta descansaba, cubierta de polvo y oxidada, al fondo del taller, abandonada por unos niños, que ya mayores, decidieron dejar el calor de la fragua, para ir a vivir y a trabajar a la ciudad, o a otro sitio cualquiera.
Las cosas de entonces llevaban su tiempo. Recordando la tenacidad de Justo, incansable, amartillando el hierro no resulta difícil entender lo que la expresión “economía de subsistencia” significaba para aquella gente.
Hará dos años, una tarde de julio, me encontraba de nuevo, tras una larga ausencia, en la vieja casa de campo de la familia. Disponía de tiempo y aquella tarde me acerqué por última vez hasta el cobertizo, ya clausurado. Desde la alambrera claveteada en el quicio de la ventana miré dentro de aquel espacio interior donde se encontraba detenida la realidad, ese “pequeño cajón de sastre abandonado”. Y fue en ese momento cuando las palabras de Musil cobraron su nuevo sentido.
3 comments:
Bo Peep: ¿Nunca te pesaste en una romana de esas? Era muy divertido, te sentabas en un cinturón como quien se columpia y te dejabas caer hasta alcanzar la horizontal. Lo he recordabo al leerte.
Reconozco que tuve la tentación. Pero eso hubiera sido poner a prueba la paciencia del viejo y no me atrevía. Era un niño bastante "precavido" :)
Néstor, usted es extraordinariamente generoso conmigo :)
Te agradezco tus palabras, y aún quizás más el hecho de “levantarle las faldas” al blog hasta llegar al mes de junio. También yo comparto contigo el gusto por las oquedades. Es una forma de devolverle la vida, precisamente, al “pequeño cajón de sastre abandonado” en que se ha convertido este blog últimamente.
Le sigo en el suyo. Un saludo,
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